viernes, 7 de mayo de 2010

1451 Isabel I la católica.



Tres años son una eternidad para cualquiera, pero para dos adolescentes amenazados por las envidias de su hermanastro y su mujer, Juana de Portugal, la angustia debió ser insoportable. Hoy se sabe que el trato de los infantes fue adecuado, pero la sombra de un posible envenenamiento, tan común en la época, acechaba sobre la futura reina de Castilla y su hermano Alfonso.
El nacimiento de Juana, hija de Enrique IV, produjo una verdadera conmoción en la corte. Muchos veían en la futura heredera de Castilla el producto de los amores de la reina y el valido del rey, Beltrán de la Cueva. Los nobles, acostumbrados a interferir en los asuntos palaciegos rechazaron a la heredera y destronaron simbólicamente al rey en la “farsa de Ávila”. Isabel, aprovechando la confusión, logra escapar de la Corte y refugiarse en Arévalo.
Los nobles rebeldes fueron derrotados por Enrique IV en la batalla de Olmedo (1467) y el reciénte proclamado sucesor, Alfonso el hermano de Isabel, se encontró en una situación verdaderamente peligrosa, pero tan sólo unos meses después el infante murío repentinamente. Isabel, destrozada, se acercaba de esta forma un poco más al trono de Castilla.
Enrique IV, después de pacificar su reino, decidió buscar un marido que alejara definitivamente a Isabel del trono. La princesa que no quería renunciar a sus derechos, entablo negociaciones con su hermanastro. En el tratado de “los toros de Guisando” Enrique reconocía como heredera a su hermanastra Isabel. De esta forma el rey confesaba de forma indirecta la ilegitimidad de su propia hija, y no es de extrañar, ya que su mujer estaba en esos momentos desaparecida con un noble llamado Pedro de Castilla.
Casar a la infanta fue tarea fácil, Isabel rechazó a todos sus pretendientes, ella ya había elegido al hombre que marcaría su vida, Fernando de Aragón.
Fernando tenía fama de valeroso guerrero y en Isabel encontraba colmados todos sus anhelos de caballero andante: una dama en apuros, un hermanastro malévolo, un reino por salvar. Pero había varias dificultades para que el matrimonio se consumase. En primer lugar los novios eran primos segundos, por lo que debían pedir una dispensa papal. Este escollo era insalvable, ya que Enrique IV presionaba al Papa para que no concediese la dispensa. Los novios solucionaron el problema falsificando un documento por consejo del arzobispo Carrillo. Esta falsificación nunca afectó a la conciencia de la reina, ya que ella misma nos dice para defenderse de las acusaciones de su hermanastro que ...pues su señoría non es juez deste caso y yo tengo bien saneada mi conciencia... Por tanto, los futuros Reyes Católicos estaban casados ilegalmente y, con tal de conseguir su propósito, no habían dudado en mentir, falsificar un documento eclesiástico y en cierta forma, vivir fuera del vínculo matrimonial. En segundo lugar, Isabel incumplía el tratado de “los toros de Guisando”, al no obedecer al rey y aceptando al candidato que este impusiera.
Isabel y Fernando aplicaban de esta forma una máxima que se haría común a lo largo de su reinado. La defensa de su estado, de su estirpe y su trono estaban por delante de cualquier miramiento moral, ético o religioso. No en vano, años más tarde, Maquiavelo se inspiraría en Fernando para escribir su famoso libro “El Príncipe”.

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